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Antonio era un cliente habitual de mi bar, sufría la enfermedad más extendida del siglo XXI, la soledad. Enfermedad que intentaba paliar con sus recurrentes visitas a los bares y el roce ocasional con el resto de clientes.

Era dueño de un kiosco de chuches que atendía muy a su pesar y porque no le quedaba otra opción, a sus más de sesenta, y a cargo de lo que él denominaba un kiosco de mierda, solía repetir casi a diario su monólogo contra la infancia. Sí, aunque suene insólito Antonio había construido un relato que hubiese hecho las delicias de cualquier dramaturgo, tenía dotes histriónicas y una agraciada amargura para narrar lo que sentía o lo que pensaba. Comenzaba y terminaba su monólogo siempre con la misma frase: "los niños  son las peores criaturas que Dios puso sobre la tierra".

En ese momento mi bar de pueblo -como por arte de magia-  se transformaba en un virtual escenario, con una puesta minimalista de un solo actor en escena con las luces y miradas oportunas focalizadas en su cara. Un par de contertulios haciendo las veces de público, y un actor que no sabe que es actor, evocando desde un rictus de amargura pronunciado, único, intransferible:

-Esos pequeños terroristas me han hecho muchas putadas a lo largo de mi vida, un día casi me incendian el kiosco, me tiraron petardos al techo, agitaron la caseta conmigo dentro, me robaron caramelos, piruletas y helados hasta la humillación- Antonio sabía de pausas, de silencios, de cómo levantar la vista al techo y girar su copa de vino para atraer la atención- Pero tengo que trabajar con ellos, de nada sirve quejarme a sus padres, sólo consigo que me pongan de vuelta y media, como si no supiesen quiénes son sus hijos. Por desgracia vivo de ellos, no puedo ignorarlos.

La animadversión de Antonio hacia los infantes había llegado al punto de no mencionarlos, se refería a los niños como a ellos, sin poder siquiera nombrarlos. Luego describía el alivio que suponía llegar a su casa, cerrar la puerta y no tener que continuar escuchándolos. Nadie se atrevía a contradecirlo, creo que el relato cautivaba a cualquiera, entre surrealista y dramático, superaba cualquier tipo de reparo moral, ése hombre estaba padeciendo a los niños, pero al mismo tiempo no podía prescindir de lo que representaba su medio de subsistencia.

No sólo sufría a los niños actuales, también miraba con recelo a los pasados, se notaba cuando algún treintañero se acercaba a la barra e intentaba invitarle a una copa. Antonio no sólo la rechazaba, si no que, además, dejaba caer por lo bajo algo así como que "tu no sabes lo que era éste de crío, no había quién lo aguantase".

La última vez que me lo crucé iba solo -como de costumbre- y yo de la mano con mi hijo de cuatro años, Antonio se detuvo a saludarme y le regaló un helado a mi niño. No sé si lo hizo para congraciarse conmigo, ya que siempre nos llevamos bien -posiblemente porque no llegó a conocerme de niña- pero lo cierto es que a mi hijo le encantó el helado y Antonio incluso tuvo el gesto de sonreirle. No sé si fue una sonrisa auténtica o fingida, ya que de simulaciones sabe, pero apostaría por lo primero.

Creo que lo de perderse detrás de la ventanilla de un kiosco de chuces no era el mejor destino para Antonio. Podría haber sido un monologuista del teatro under ground, aunque siempre repitiese la misma pieza, haciendo siempre de sí mismo, auto parodiándose, quedándose en un mero estereotipo al uso. Eso es lo de menos, lo suyo era el teatro, contaría por lo menos con la compañía y el reconocimiento de su público. Eso sí, un público de adultos.