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Ninguna de ellas fue preparada para ser monja pero ya suman 207, son monjas contemplativas -a ellas no les gusta que se les llame de clausura-, de las que conviven en comunidad, aisladas en un enclave rural de Burgos.  No hacen voto de silencio porque hablan hasta por los codos, y en su gran mayoría son universitarias, muy jóvenes y con un futuro profesional prometedor; otra de las cosas que decidieron dejar en la puerta del convento.

 

Son las cuatro de la tarde de un sábado, estoy acompañada por un grupo de amigos neorrurales, ellos ya conocen el sitio y me indican dónde debo sentarme para observar la ceremonia de entrada de una nueva hermana. El anfiteatro donde nos colocamos cuenta con un escenario preparado para escuchar los testimonios de las monjas, casi todas jovencísimas y radiantes, a cara lavada y con un gesto distendido que las acompañará hasta el final de la jornada. La atención está puesta en Chus, la flamante novicia que ha decidido entregar su vida a Jesucristo, es su primer día, y todos celebran su entrada. Chus es una abogada recientemente licenciada en la Universidad de Navarra, no llega a los 30 y destila la candidez propia de la novia que está punto de casarse, sólo que en este caso lo hará con Dios y por ello será más difícil que aquéllo termine en decepción conyugal. Con un aire adolescente y una sonrisa imperturbable, responde las preguntas del público, sobre su repentina vocación y lo feliz que se siente al poder seguirla. El público está formado por familiares y amigos de Chus, por habituales que suelen acercarse a hablar con las monjas del Iesu Communio -como acordaron llamarse- y por gente, entre la que me encuentro, que se acerca movida por la curiosidad del fenómeno.

 

A la interacción de las hermanas con el público se lo denomina el espacio de locutorio, es el momento del contacto de las monjas contemplativas con el afuera, la gente suele desahogarse, micrófono en mano, y ellas se comprometen a orar por su paz, consuelo o salvación. Además dan testimonio de su propia vida, una de ellas, a la que intuyo rubia, cuenta cómo decidió dejar a su novio, su carrera y la ciudad dónde vivía de un día para el otro. Explica que no existe el prototipo de mujer destinada a ser monja, porque la irrupción del Señor en la vida de cualquiera se puede producir en cualquier momento y en cualquier lugar, asegura que en su caso nadie lo hubiese pensado: “Yo era una macarra que se movía en descapotable, íbamos con mi pareja de un lado al otro ignorando a los demás, con un estilo gamberro y haciendo mucho ruido, la gente nos insultaba y a veces con razón. Eso no me impedía llegar a la mañana a mi casa, después de una noche de marcha y ponerme a rezar”. Lo del descapotable no es un dato menor, muchas de las monjas provienen de familias acomodadas, algunas pertenecientes a sectores del catolicismo más radicalizado.

Otra se pone de pie y da cuenta del momento en que tuvo que decirle a su novio que le dejaría para convertirse en monja, dice que el chaval era un encanto y que la comprendió, que gracias a Dios se casó con otra y ahora es muy feliz, los padres de la testimoniante se encuentran entre el público y deciden dar fe de ello: “es cierto, él ahora es muy feliz al igual que nuestra hija siendo monja”. Aplausos. Una de las hermanas propone formar un sindicato de novios abandonados, es espigada y por lo visto bastante histriónica, emerge del mar de hábitos azules que cubre el escenario, y pide el micrófono para decirlo. Las carcajadas explotan al instante, se me ocurre que aquélla mujer espigada y dotada para la comunicación no debería bajarse nunca de ese escenario, porque pareciera ser su lugar en el mundo.

 

Un sacerdote que observa desde el público pide el micrófono, es ligeramente amanerado, y dice que la creación del sindicato le parece una buena idea, él también tuvo que dejar a su pareja para seguir su vocación, además de cerrar su consulta de Sexología: por lo visto, dijo, no he podido aplicar las técnicas terapéuticas a mi propia relación de pareja porque aquello no pudo competir con el llamado del Señor.

 

El gineceo de las veronicanas -inspiradas todas por el carisma de sor Verónica, la madre fundadora del Iesu Communio- tiene una organización interna horizontal: todas trabajan la huerta, todas trabajan en la cocina y aseo de las instalaciones, y todas producen los dulces que luego venden para financiar el mantenimiento de la casa. Me acerco a la ventana que hace las veces de tienda, me muestran el catálogo de dulces artesanales, es difícil decidirse, todos tienen una fabricación impecable, la que me los ofrece es una moja que me atrevería a decir que está en la madurez de los cuarenta. Se mueve con una elegancia natural y resulta ser una comercial competente, le pregunto qué estudió antes de hacerse monja, me contesta con humildad que antes era economista, me decido por unas almendras con chocolate. No puedo con mi genio y le pregunto si no echa de menos ejercer su profesión; detrás del hábito se trasluce el porte seguro de una ejecutiva de cuentas, podría haber brillado en una multinacional, o al frente de cualquier proyecto de economía social. Me responde segura, -porque no me quedan dudas de su naturaleza segura, decidida, o incluso mesiánica- que para ellas la plenitud no está en la profesión, sólo en la fe y en la oración.

 

Nos acercamos a otro grupo de hermanas, en este caso también carnales, porque son tres hermanas biológicas y a su vez espirituales que han decidido consagrar su vida a la oración, les proponemos sacarnos una foto con ellas, le pedimos a otra que nos haga el favor de sacarla con nuestro móvil. Pero la hermana Marta no sabe sacar fotos con el móvil, es muy joven pero lleva trece años allí y desde que ingresan no pueden utilizar móviles ni tener contacto con las nuevas tecnologías. No miran televisión ni leen los periódicos, sólo salen al exterior para votar o atenderse con especialistas médicos. Las cartas las escriben a mano, sobre papel, y dicen con ironía que son ellas las que sostienen a la empresa de Correos con sus correspondencias. Cuando ven cine es siempre de temática religiosa, y el altar nunca se queda solo, porque se van relevando las unas a las otras durante todo el día.

 

Además de neo rurales, plenas, sosegadas, agudas, abnegadas y profundas, son neo conservadoras, porque no aceptarían a una divorciada en su comunidad, por ejemplo, ya que eso supondría la ruptura de un sacramento, sin ir más lejos. Sin embargo ellas comprenden a las hermanas que después de algún tiempo, meses o incluso años, deciden salir del convento. Y así como abren sus brazos para las que ingresan, ayudan en la misma medida a las que salen, para que el reencuentro con el mundo les resulte lo menos violento posible. Elena, una de las hermanas profesora de música, otras de las tantas que pululan por el convento, al parecer es una profesión bastante extendida aunque no ejercida entre ellas -la plenitud no está en la profesión: a ver si te enteras guapa, me dije a mí misma- me confesó con su acento andaluz lo que yo sospeché desde un primer momento: son más las hermanas que entran que las que salen. Y la tendencia es al alza, porque cada día son más las que optan por esta vida, y ya está en proceso de construcción otro retiro en Valencia para albergar a otro grupo de hermanas destinadas a continuar con su cometido más allá de Castilla.

 

Ah, por cierto, los dulces exquisitos. Lo del fenómeno social y religioso digno de atención, como mínimo interesante. Allí están las veronicanas, y no creo que se vayan muy lejos, para quien quiera conocerlas.