Eso le contesté a la veterinaria del matadero donde trabajo, una mañana cualquiera cuando me dijo en ese matadero de la Castilla profunda -donde ambas nos ganamos la vida- que "esos pendientes que llevas puestos no son los más apropiados para un sitio como éste". Era cierto, porque mis pendientes pecaban de ser demasiado largos y sofisticados, a lo que hay que añadir un toque de maquillaje, otro de perfume francés y debajo de mi bata ensangrentada, una bonita blusa de seda. No obstante, mi respuesta no tardó en dibujar una sonrisa en esa mujer rústica, experimentada y notablemente lúcida, que me miró como si estuviese observando un extraño caso de laboratorio: antes muerta que sencilla, le susurré por lo bajo a la veterinaria, casi como si se tratase de un mantra, y ella tuvo que contener una carcajada. Le dije que considerase mis complementos y abalorios -con los que procuro guardar cierto grado de glamour a pesar de la hostilidad del entorno- como una licencia poética.
Una hilera de cabezas de ganado arrancadas en vivo y en directo, un mar de sangre cubriendo el suelo, poca luz y siempre artificial, un olor único, irreductible, propio de la actividad que se desarrolla en un matadero, más cabezas, orejas, y vísceras que yacen en el interior de los contenedores. De repente llega un toro al matadero, cada vez que esto ocurre, los trabajadores se colocan en posiciones estratégicas, entre todos lo atan y tiran de la bestia negra hasta reducirla detrás de una valla que también se encargan de sostener con cuerdas. Esto sucede cuando el toro es un semental que no cabe en el cajón de aturdimiento -donde sí caben el resto de animales- allí se les aturde con una bala que asegura su muerte cerebral, una bala cautiva que no llega a dispararse pero que los neutraliza, para luego poder desangrarlos sin que dicho proceso suponga un mayor sufrimiento, o por lo menos eso determina la ley contra el maltrato animal.
En el caso de los toros, su tamaño supera el de la cabina de ejecuciones, por tanto es necesario abordarlos de la forma más tradicional, cinco o seis hombres rodean a la bestia: "Vamos tirad todos hacia atrás, con cojones", ordena el dueño del matadero, y con un gesto me indican que me aleje; en esa ritualidad no hay espacio para las mujeres. Le comento a la veterinaria rústica, experimentada y notablemente lúcida, que aquello encierra un aire primitivo, claro, me contesta, como cualquier ritual.
Finalmente lo ejecutan, lo desangran, lo faenan, lo parten en dos canales y yo lo peso, lo sello, lo etiqueto y lo guardo en la cámara frigorífica. Llega todavía caliente a mis manos, es un calor casi ancestral, para luego ser despiezado, vendido y distribuido por la fría industria posmoderna.
Un carnicero llama indignado al matadero -la secretaria pone el teléfono en alta voz para que podamos escucharlo todos- se queja de que la ternera que le enviamos no es una hembra, dice que en realidad es un macho y, en consecuencia, la calidad de la carne no es la misma. El dueño del matadero se ofende, insiste en que era una ternera, el carnicero se mantiene estoico en su postura y va subiendo el tono de su reclamo. El dueño del matadero le pide que le mande una foto por whatsapp de los genitales del presunto toro, si está tan convencido de lo que dice: "a ver si tiene huevos de mandarme los huevos". El carnicero accede y le manda por sus cojones una foto de los cojones del animal. Tenía razón, era un macho -y él también- o acaso nos íbamos a pensar que algo lo haría recular...pero nadie le pidió perdón.
Enciendo un pequeño horno de aromaterapia en la oficina, de canela con vainilla, para neutralizar el olor dominante. Un ganadero que acaba de traer doce vacas de campaña para que pasen en breve a mejor vida, me dice que ese ambientador es como una gota en el océano, inútil y anecdótico. Le respondo que no me importa, aunque sólo sirva para que este diminuto cubículo de la oficina huela mejor que el resto. Otra licencia poética en el medio de tanta muerte. El ganadero se ríe, me entrega un formulario de los que se rellenan de oficio, y a continuación un pendiente de los míos: me lo acaba de dar la veterinaria para que te lo entregue en mano, se te ha caído abajo, en el matadero. Estaba manchado de sangre vacuna, lo envolví en un pañuelo de papel y lo guardé para limpiarlo luego. El ganadero me recomienda que no me lo ponga otra vez, para qué, si total se te puede caer de nuevo, o enganchar en las reses que pesas, incluso hacerte daño. Entonces será como una herida de guerra, le dije, porque la estética de la belleza tiene que penetrar hasta en el más sórdido de los rincones. Acto seguido le repetí mi mantra contrafóbico: antes muerta que sencilla, y el ganadero volvió a reírse de buena gana.