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...Feliz año me dijo Juana -arrastrando las palabras después de las dos o tres cervezas de rigor que suele llevar en su haber al llegar el medio día- me lo dijo al pasar a mi lado, cuando nos cruzamos en la plaza del pueblo. Iba ella colgada del brazo de su madre, una señora octogenaria y muy estoica, a la que nunca he visto doblegarse ni tambalearse en lo más mínimo, aguantando siempre el tipo, con un aire de imperturbable dignidad. Juana es una mujer de unos cincuenta, era clienta habitual de mi bar, delgada, rubia, con un aspecto de inobjetable fragilidad, y dos extensiones de su ser de las que nunca la he visto prescindir: una copa de cerveza y, por supuesto, faltaría más, su progenitora.

Se sentaban en la barra y ya sabía yo de ante mano lo que debía servirles, a ella y a su madre, porque siempre iban juntas, un día me contaron que en la familia eran seis hermanos, pero que sólo quedaban tres de ellos -incluyendo a Juana- porque el resto se habían muerto en circunstancias bastante trágicas. Uno por ir alcoholizado al volante, y los otros dos por sobredosis, Juana se estremecía cuando lo narraba, me pedía otra copa de cerveza -pero de las grandes, me aclaraba- y a continuación se la bebía de una vez.

Tenía un rostro ajado, y siempre a cara lavada, con la piel de una sufridora de raza, pero ningún elemento que pudiese relacionarla con el mundo de la marginalidad, ambas se esforzaban por guardar la formas. La madre iba de punta en blanco, maquillada y acicalada hasta en los días menos pensados, verlas juntas era como una versión rústica de la Sonata otoñal de Bergman.

 “Yo sí lo tengo todo superado” me confesaba doña Lola -la madre de Juana- mientras probaba su infusión de manzanilla, porque ella era abstemia -a pesar de sus hijos vivos y de sus hijos muertos- “la que todavía no asume lo de sus hermanos es Juana, ya la ves, es hablar de ello y quebrarse según los menciona”, acto seguido Juana asentía, apuraba su cerveza y repetía su frase fetiche, aquella que resumía en pocas palabras la esencia de su existencia: “pero por lo menos tengo a mi madre”.

Era cierto, había perdido la custodia de sus hijas, porque el juez no la había considerado idónea para dicho fin después de haberse divorciado, ni a ella ni a su disfuncional ex marido, y las niñas fueron asignadas al cuidado de su abuela materna -la inquebrantable- pero después de cumplir la mayoría de edad volaron a destinos lejanos y desde entonces fue bastante poco lo que supieron de ellas. Juana se hizo enfermera especializada en gerontología, dice que se dedica a ayudar a los ancianos desvalidos.

"De nada sirve darlo todo por la familia, ya ves tu, cómo te lo pagan", dice doña Lola, la que tiene todo superado, apenas se sonríe y parece tener las ideas muy claras, viuda desde los treinta y con un matriarcado auto impuesto que llega hasta la crianza de sus nietos.

 Como diría un amigo mío, los castellanos suelen ser más secos que cagada de camello, pero puede que esta mujer lo fuese incluso un poco más, en Castilla no resulta violento ladrar cuando se habla, porque la gente es tosca y parece estar siempre enfadada con sus interlocutores de turno, asi que cuando se enojan en serio es difícil distinguir lo que les ocurre.

 Por eso cuando me las crucé esta víspera de año nuevo, en la Plaza del pueblo, una muy firme en su andar, la otra tambaleante, inestable, y apoyada en una madre que la lleva casi a rastras, no fui capaz de distinguir el verdadero contenido de la escena. Todo se resignificó cuando un camarero salió del bar donde acababan de tomar su aperitivo, y mirándolas mientras se alejaban juntas, me dijo por lo bajo que habían tenido una pequeña disputa entre ellas, porque Juana contradijo a su madre en algo, ya no importa en qué, pero eso derivó en un enfrentamiento que por supuesto no era oportuno que se hiciera público, motivo por el cual no tardaron en marcharse. Ellas siempre guardaban la formas.

Así que el deseo de felicidad que me lanzó Juana al pasar no era más que una forma de mostrar que todo estaba bajo control, que no pasaba nada, que esa noche recibirían el nuevo año juntas, como todos los años, ya que por lo menos tiene a su madre: la que lo tiene todo superado, la que puede levantarla del suelo cuando la cerveza hace su efecto más duro, la que ladra con amabilidad al saludarte. Felicidades para vosotras también, llegué a contestarles, Juana volvió la cara y me sonrió, sonrisa lacónica, mirada perdida, cuerpo doblado, alma partida. Como un apéndice de su gran madre se aleja ahora esforzándose para no perder el equilibrio, y de lejos ya no se distingue dónde termina la silueta de la madre y dónde comienza la de la hija.