Prófugos aficionados
Con su gato Mishi, que no participó de la clásica batalla doméstica, salió la niña de cinco años escopetada de la casa. Decidió marcharse con lo puesto y el gato amarillo colgando de sus brazos; casi tan asustado como su dueña, dejó que esta lo levantase con esfuerzo mientras iba arrastrando sus patas por el suelo hasta la calle.
Nadie registró aquella repentina huida, porque la pareja continuaba discutiendo con énfasis. Ni el detalle de la puerta abierta, ni el eco de los pasos ligeros y asustados de su pequeña escapándose.
El bocinazo solo los alertó sobre la ausencia del gato. El único que pudo regresar.
Nos vemos en el pasado
Los padres de Tomas insistían en recuperar al estúpido de su hijo. Desde que había entrado en ese mundo, solo le tenían de cuerpo presente, estaba estupidizado, inmerso en ese universo de sensaciones inciertas.
‒Lo mejor será que nosotros también lo probemos‒ dijo la madre; y se la entregó envuelta al padre.
‒Sabes que esto debe ser una basura destructiva, no creo que tengamos que imitarle‒ replicó el padre consternado.
Se decidieron finalmente a experimentarlo: desenvolvieron la llave y se metieron en la máquina del tiempo construida por su hijo adolescente. Habían quedado con él en el siglo pasado, al comienzo de su infancia. Antes de que todo se derrumbe.
El Búnker
Esas alas de plástico servían para volar, pero el director del colegio nos las quitó de las manos, nos las confiscó junto a un par de aviones de papel que habíamos armado en secreto.
Éramos cuatro niños inadaptados y peligrosos, siempre castigados y con las manos destruidas por la vara de los maestros. Teníamos un plan para recuperar nuestros vehículos secuestrados, por eso lo seguimos hasta su despacho. Llegamos tarde.
Para entonces el director ya se había colocado las alas y, desplegando sus brazos a lo ancho, se arrojaba al vacío desde la ventana de su despacho. Una especie de búnker repleto de avioncitos de papel.
El último día de vacaciones
El último día de vacaciones me miró a los ojos y me imploró que lo llevase conmigo. Era pequeño y tenía una expresión profunda. Era difícil calcularle la edad pero, como el resto, posiblemente no llegase al año. Se movían como cachorros abandonados a la orilla del mar, sin destino aparente.
Un hombre se me acercó y me dijo en un precario español que podía quedármelo, porque de alguna forma le pertenecía. Abrió su mano pidiéndome dinero, me preguntó si acaso prefería que se lo tragase el mar o que muriera de hambre, como los otros. Accedí indignado. Y he dejado de estar muerto.