Una madrugada de agosto mientras estaba recogiendo los trastos de mi bar -situado en el corazón de la Castilla profunda- para irme a casa, la silueta de un grupo de jóvenes acercándose hasta la puerta me hizo desistir de mi cometido, todavía no era el momento de cerrar, seguramente querrían tomarse una última copa. Me preguntaron si podían tomarse un whisky con coca-cola, sólo uno guapa, y luego cierras, claro, les contesté.
El que me lo preguntó era un muchacho regordete, con un frac abierto en la parte del cuello, arrugado y con una flor blanca a punto de caerse del ojal. Acababa de casarse, me contó que él también era camarero y que por eso había tenido la cortesía de preguntarme si podían entrar a pesar de la hora, ya que sabía por experiencia lo insoportable que resulta cuando los clientes interrumpen la recogida de cosas previa al cierre. Lo acompañaban un par de amigos también vestidos de boda y una estrafalaria treintañera con el rímel corrido y una voz estridente que dijo ser su cuñada. Todos pasados de copas, encantadores, cordiales a pesar de haber bebido más de la cuenta, y notablemente felices, me contaron pormenores de la boda que había tenido lugar ese medio día. Nada de lo narrado por sus protagonistas parecía tener mayor relevancia, salvo por un pequeño detalle. Cuando le pregunté al novio -que esa noche había ya dejado de serlo para transformarse en marido- por su flamante esposa, me respondió algo poco habitual, y no porque ella se encontrase durmiendo en casa. No era extraño que él saliese a reventar la noche con sus amigos mientras ella cayese rendida después de un día tan intenso, no señor, lo curioso fue lo que dijo a continuación: El amor de mi vida se quedó durmiendo en casa, estaba agotada después del jaleo de la boda, y yo estoy tan enamorado de esa mujer...de mi mujer lesbiana.
Lo dejó caer en tono de confesión, como si hablara consigo mismo, entre resignado y orgulloso, creí entonces que no le había escuchado bien y se lo pregunté por las dudas, pero antes de que pudiese aclararme nada, la voz aguda de la cuñada se escuchó a sus espaldas. Sí, dijo la mujer con la voz menos radiofónica que escuché en mi vida, mi hermana es lesbiana, lo dijo mientras se apoyaba en la barra sosteniendo con mucha dificultad una copa de Gin Tónic. Pero él es el mejor cuñado que tuve en mi vida, las otras no terminaban de caerme en gracia. Nadie se rió ni reparó en el carácter único de aquella escena, el novio continuó contándome las bondades de tener una mujer lesbiana, de lo que le dijo su padre cuando lo supo: "la has curado", como si se tratara de algo reversible, o incluso patológico. Según sus amigos, los allí presentes, él no estaba tan bueno como las anteriores novias de su mujer, ya que no dejaba de ser un hombre del montón, tirando a vulgar, que apenas podía vestir con elegancia el frac que llevaba puesto casi como si fuese un disfraz. Todavía no terminaba de creerse el haberla conquistado, el que ella se fijase en un tipo como él, porque su mujer no era como las demás, tenía algo especial. Según él ninguno de sus amigos tendría nunca el privilegio de vivir en primera persona la experiencia de pasear con su mujer de la mano , y recibir un codazo de ésta acompañado de la frase "mira el culo de aquélla", ¿o acaso conoces a algún hombre que pueda compartir ese tipo de cosas con su mujer?, me preguntó con la candidez de un recién casado.
Le di mi enhorabuena por el casamiento, ellos a mi una buena propina, puede que por solidaridad gremial o porque escuché su relato con toda la atención del mundo. Se alejaron de la misma forma en la que llegaron, juntos y pegoteados por el alcohol, con los trajes de boda arrugados, con el aire despreocupado de una noche de verano. Me quedé mirándolos hasta que se los tragó la noche, la voz estridente de la hermana de la novia todavía se escuchó durante un rato más.