Contracara
Lombardía, 15 de marzo de 2020
Querido doctor Vivaldi,
Permíteme que te llame así, a pesar de ser mi padre y uno de los héroes de esta pandemia, y de tantas otras batallas sanitarias. Te escribo esta carta pero no sé si quiero que la leas, quizás no llegue nunca a tus manos y puede que eso sea lo mejor. Ahora que estás infectado por este virus histórico y te ves reducido a una de las tantas camas de hospital sobre las que trabajabas hasta ayer, creo que lo mejor es que no leas lo que tengo para decirte.
Te imagino inéditamente pequeño e impotente, dejando que otros médicos decidan por ti, conectado a un respirador que cederás a alguien más joven llegado el caso, pasando por encima de la lealtad de algún compañero que dudará antes de retirártelo para ponérselo a otro paciente que cuente con menos años. Cómo abandonar al doctor Vivaldi, pensará consternado, estaría terminando con una leyenda de la epidemiología. Pero tú, mirándole a los ojos le quitarás de encima a ese médico dubitativo el dilema moral de tener que elegir: no tuerzas tu voluntad por este viejo infectólogo de sesenta años, le darás a entender con tu mirada, sácamelo de una vez y pónselo a ella que tiene cuarenta y cinco y dos hijos, o a él que tiene treinta y toda la vida por delante.
No sería la primera vez que te inmolas por otros, creo que tienes una especie de debilidad en ese sentido; al parecer no soy la única adicta de la familia. Aunque tú nunca terminaste ingresado en ningún centro de rehabilitación para filántropos, me mirabas con pena antes de entrar o salir de alguno de los tantos en los que me depositabais, en mi caso por una droga que goza de menos prestigio social, la cocaína. La mía no tiene ni la mitad de admiradores que suscita la tuya, porque a los de tu raza la gente les ama. Como en aquellas fotos en las que sales rodeado de africanos o de asiáticos o de indígenas americanos que te inundan de gratitud, en medio de cualquier epidemia, en algún destino olvidado para el resto del mundo. Regresabas a casa con ojeras y un cúmulo de regalos étnicos, por haber intervenido en tantas emergencias sanitarias, con cartas de madres y padres agradeciéndote el que salvaras a sus hijos de la muerte.
Era pequeña entonces y me preguntaba por qué la gente te quería tanto, si yo apenas te conocía. Eras ese hombre que cuando llegaba me daba un beso en la frente, cómo estás princesa, me preguntabas sin escuchar la respuesta, dentro de casa siempre tuviste un aire ausente. A continuación colgabas del perchero tu bata blanca de superhéroe y te volvías súbitamente diminuto, anónimo, invisible. En el ambiente dejabas un olor a químicos indescifrable, que a veces se mezclaba con tu sudor de doce horas de trabajo y con los restos del perfume caro que te echabas antes de salir cada mañana. Estabas siempre cansado, mi madre te lo reprochaba, te hacía escenas de celos con tus pacientes ‒casi todos niños y ancianos vulnerables‒, siempre mucho más necesitados que nosotras.
Luego vino mi adolescencia y las drogas iniciáticas, hasta que se tornaron constantes, conservo una imagen nítida de aquéllo: mi madre recogiéndome del suelo por una sobredosis y tú llegando con una ambulancia y algo parecido a la angustia recorriendo tu cara, hablándome como a cualquier paciente, con palabras apenas un poco más sentidas, dándome otro beso en la frente en la cama del hospital adonde me ingresaste, que era uno de los tuyos, por eso todos me trataban con especial consideración, y luego marchándote de mi lado para ver a otros pacientes. Pensé entonces que el estar en el centro de un altar de cables y tubos conectados entre mi cuerpo y tantas máquinas, generaría otro tipo de reacción en mi padre, pero ni siquiera teniéndome a pocos metros de tu trabajo delegaste ni por un minuto tu dedicación a otros enfermos. Quizás porque tu hija vivía convaleciente, no terminaba de recuperarse nunca, lo mío tenía que ver con la cabeza, era un tema de otros especialistas. La paternidad era una especialidad poco extendida entre los de tu raza, y tampoco podía derivarse tan fácilmente.
Siempre fuiste un gladiador en el corazón de cualquier catástrofe, consiguiendo resultados extraordinarios, curando a cientos de miles de personas. Cuando tenía seis años te dibujé con un termómetro en la mano y una inyección en la otra, reduciendo a un tornado gris que se estaba comiendo a una población entera de asiáticos, los dibujé con los ojos rasgados, iguales a los que veía en las fotos que nos mostrabas de tus viajes. El tornado era la epidemia, que quedaba reducida a nada tras tu intervención y, según mi propio dibujo, los adultos y los niños recuperaban la sonrisa y se despedían de ti agitando sus manos con felicidad. La única catástrofe que no pudiste detener fue la de tu propio hogar y la de mi vida: anorexia, cocaína, cuatro intentos de suicidio, pero aquí estoy, de milagro continúo viva, qué desastre de hija te has echado. Ni siquiera cuando comencé a estudiar medicina conseguí que me dedicaras algo más de veinte minutos de tu tiempo, quizás por aquella época lograse que fuesen algunos más, tampoco muchos; en el fondo sabías que abandonaría la carrera, por eso tampoco te mostraste especialmente decepcionado cuando supiste que la dejaba.
Y ahora el que se muere eres tú, aunque para mi ya estabas un poco muerto, el doctor Vivaldi enterró a mi padre, y este me enterró a mí, aunque vuelva a resucitar tantas veces. Creo que no continuaré suicidándome, terminaré por entregarme a la vida. Ahora que tú la sueltas para que otros vivan, cogeré un pedazo de la tuya y comenzaré a honrarla, esta vez no dejaré que me arrastres contigo. Seré feliz.
Gracias por todo, doctor Vivaldi.
Tu hija Francesca