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En el bar donde desayuno a diario, a la entrada de Sepúlveda, cuyas paredes están repletas de imágenes taurinas, este lunes no fue como otro lunes cualquiera, ni siquiera se parecía aquello a una taberna, porque por un solo día se había transformado en un escenario diferente.

 

Devenido en improvisado santuario donde se honraba la memoria de Víctor Barrio, el torero de Sepúlveda, el que pudo ser y no fue, el bar se llenó de deudos, conocidos y espontáneos que tras despedir al diestro venerado por el pueblo, se acercaron a beber una copa en su honor. Una imagen nítida de la España profunda, donde las voces más conmocionadas se alternaban con los sollozos que algunos confundirían con una muestra de paroxismo.

 

Pinar, la dueña del bar me dijo entre lágrimas que la madre de Víctor le pidió que persuada a su hijo pequeño -el de Pinar- para que desista de continuar los pasos del toreo: para qué, si total ya ves lo que pasa, le dijo. Pero ella me confió casi en en un susurro que el destino de cualquiera está marcado mucho antes de pisar un ruedo, por eso no prefiere que su hijo renuncie a su vocación. Y todos los allí presentes culpaban de lo ocurrido a la fatalidad, porque esa cornada que terminó con la vida de Víctor no tuvo nada que ver con su elección, sólo fue mala suerte y porque Dios lo quiso así. Lo que no se pone en tela de juicio es la cultura taurina, aunque se lleve a una promesa de 29 años, sí, así se refirieron a él algunos periódicos, Víctor Barrio, la promesa rota. Y otros directamente criticaron su capacidad para torear, según contaba otra anciana del pueblo con un recorte de periódico en la mano: mirad -decía agitando el papel, aquí pone que el chaval no valía para torear y que por eso fue abatido- a lo que los presentes contestaron casi a coro que mira encima lo que nos toca escuchar, qué barbaridad, cómo opinan todos sin entender de nada. Hasta mi marido, más cercano a los animalistas, anti taurino como yo, y antiguo militante de Green Peace, cuando le llamé desde el bar para comentarle lo ocurrido me dijo con voz de dormido “me da igual”, y a continuación procedió a cortarme la llamada. Si no fuera por esa catarsis popular, por ese mar de gente que inundaba las calles de Sepúlveda, y por la cantidad de personas que me presentaron a Víctor durante los quince minutos que duró mi desayuno, seguramente a mi también me hubiese resultado indiferente la noticia. Pero no puede darte igual cuando a un niño de siete años, el hijo de una compañera de trabajo, le inunda una taquicardia a partir de la noticia, ya que Víctor le había enseñado a torear, él sentía devoción por lo niños y los niños por él.

 

Alguien me dijo que pasarían años o incluso siglos hasta que surja otro Víctor Barrio en Sepúlveda, el mito comienza a construirse antes de su muerte pero se perpetúa y consolida a raíz del momento en el que se produce: con sus apoteóticos y definitivos 29 años no tendrá tiempo de decaer, siempre será joven, prometedor, risueño, no tendrá oportunidad de resentirse, ni de ser devorado por los fantasmas del pueblo que lo vio nacer, ni de divorciarse de la ahora más bella y joven viuda de Sepúlveda -con la que llevaba casado dos años- ni tampoco podrá llegar hasta lo más alto del toreo. Aunque sí quedará siempre la duda de si podría haberlo conseguido.

 

Sepúlveda se apropió de su épica, ya no le pertenece, quedó derramada en la plaza de toros, y desde allí fue levantada por su pueblo, el mismo que lo educó, enalteció y finalmente le arrojó al ruedo.