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El peor domingo electoral de mi vida pasada, presente y seguramente venidera, lo viví en los últimos comicios, al calor de un soleado día pueblerino. Y no sólo por el triunfo de la derecha, o por el cólico hepático que me atacó desde la mañana, sino por el transcurso de los propios comicios.

Las elecciones presidenciales siempre despiertan tensiones, expectación,  o la indiferencia más afectada de la que los seres humanos somos capaces, pero en los pueblos como Castroserracín, todo se sabe. En un pueblo como éste, de nueve habitantes:  entre los que se cuenta una familia desahuciada de Madrid, un rebaño de ovejas -más su pastor al que nunca he visto sobrio- y cuatro o cinco personas más -casi todas de la tercera edad- cuyo cometido fue el de echarnos apenas llegamos al pueblo: decían que nuestra casa de turismo rural en realidad estaba destinada a ser un centro de rehabilitación para drogodependientes, y se molestaron incluso en juntar firmas como medida de presión. El tiempo les demostró que la casa rural era sólo eso, una casa de turismo rural, y nunca supimos de qué mente creativa surgió semejante idea. Pero lo cierto es que aquí es imposible no conocerse, y también es imposible no coincidir en la mesa electoral.

En las pasadas elecciones me tocó ser vocal, a mi marido también y a uno de nuestros vecinos le tocó ser presidente de mesa, aunque creo que no llegó a enterarse muy bien de dicha designación o en qué consistía su tarea. La administración pública nos paga 60 euros al día para encargarnos de la gestión, pero es relativo que alguien controle que se lleve a cabo por estos pueblos perdidos.

El cólico que me dejó de cama no me permitió mantenerme en equilibrio y tuve que retirarme de la mesa electoral para ir directa a la cama de donde no me levanté hasta el final y sólo para votar, firmar los documentos oportunos y regresar doblada de dolor, más aún después de enterarme de los primeros resultados electorales. En el pueblo y en el país también, la derecha salió primera, el vecino encargado de presidir la mesa se bebió siete cervezas, votó a la derecha, se tiró en un banco de la plaza, y mientras se cubría la cara con un gorro, dijo que los que votaban a los partidos de izquierdas eran todos unos vagos.

El representante de la administración era un chico veinteañero, encargado  de recoger la documentación y controlar que se cumpliesen los protocolos, cuando comprobó que no se estaban cumpliendo consultó con una responsabilidad casi pueril cómo resolver la borrachera del presidente de mesa. El problema fue que la ley sólo contempla la expulsión de un votante en caso de alcoholismo manifiesto, pero no recoge ninguna disposición cuando se trata del presidente de mesa.

Una amiga, originaria de otro pueblo de la zona, me comentó algo así como ¿acaso no sabes cómo se resuelven esas cosas en los pueblos? Con cuatro gritos, hija, le dices al individuo en cuestión "fulano, ponte a lo que te ha tocado, si no quieres que te inflemos a hostias". Pero las nuevas generaciones, como la del representante de la administración, suelen ser más apegadas a las normativas, además de poco heterodoxas y casi nada rupturistas. Lo otro, lo de gritarle al presidente de mesa, hubiese sido poco decoroso.

Ese día el resto de vocales se hizo cargo del trabajo del presidente de mesa alcoholizado; el joven representante de la administración confirmó el vacío legal existente con la frustración propia de los que creen en las leyes; mi cuerpo no se recompuso hasta el día siguiente; los jóvenes y los viejos del pueblo votaron para que nada cambie, y sin lugar a dudas, por esto y por mucho más -bajo un sol abrasivo y contundente- volvió a triunfar la derecha.