PRIMERA PARTE

 

Capítulo I: El matadero

 El matadero olía a sangre fresca y a sangre muerta también, aquel era un olor inhabitable para la memoria de cualquiera, difícil de evocar a partir de otros olores: porque era único, era un olor que podía confundirse con mi perfume barato, de mujer de clase media, por ejemplo, aunque el resultado de esa mezcla terminara siendo algo rancio, indefinido. Como si la sordidez tuviese un registro olfativo inobjetable.

 Allí trabajé durante años, la vida me situó en las entrañas de un matadero de la España profunda, una especie de templo frío y oscuro, iluminado solo por luces artificiales. Se levantaba estoico y decadente a las afueras de un pueblo turístico venido a menos, rodeado de buitres que se acercaban todas las tardes a comer los restos de la carne que se desechaba a diario. El otoño se proyectaba tímido a través de los respiraderos de los techos y arrojaba una luz cenicienta, como si un fulgor ocre se apoderara del matadero por lo menos una vez al día.

 La foto que nunca le saqué, quizás terminé siendo de un sepia viscoso, adulterado por el tiempo.

 La señora de la guadaña se paseaba con aires burocráticos, controlando que nadie se dejara el trabajo por la mitad. No llegué a visualizarla, pero calculo que se trataba de una muerte tan vulgar como previsible, de las que ni siquiera se preocupan por cuidar la estética de su trabajo.

 Los corderos balaban como locos y al comienzo me angustiaban sus gritos, hasta que dejaron de hacerlo. No sabría especificar cuándo empezaron a resultarme indiferentes sus balidos, pero supongo que puede coincidir con el momento en el que dejó de importarme la sangre.

 En un principio me desagradaba sobre manera ensuciarme la bata con las reses que me tocaba pesar, y hasta sentía náuseas cuando observaba las cabezas arrancadas de las vacas, alineadas una detrás de la otra, esperando a ser registradas con su respectivo número identificativo. Con este último propósito tenía que transcribir los códigos de referencia a una hoja —para lo cual primero me encargaba de limpiar con un papel la sangre que me impedía leerlos: grapados a las orejas, también arrancadas y colocadas en hilera, resultaban pequeños recuadros ilegibles y cubiertos por la misma sangre—, y luego a un ordenador. La última parte era la de pesarlas.

 El primer día me puse pálida cuando las vi llegar, eran un ganado de terneras color caramelo, con los morros rosados y un aire despreocupado que las hacía todavía más vulnerables. Bajaron del camión sin resistirse, alguien las condujo con un palo hasta los corrales y desde allí me exigieron presenciar su ejecución:

 —Si vas a trabajar aquí no puedes sentir pena por los animales, además tienes que saber cómo es el proceso desde el principio. No puedes entregarles esta mercancía a los carniceros mientras te pones así de blanca o te tiembla la voz.

 Esa fue la escueta definición de Jacinto, el dueño del matadero, sobre lo que debía ser mi trabajo.

 Me explicó que de nada servía maltratar a los animales, porque el género se resentía, y que luego no resultaría útil la carne hemorrágica de una ternera estresada. Me aclaró que cuando los médicos forenses afirman que «los cadáveres hablan», están en lo cierto, y que lo mismo ocurría con la carne del ganado que no hubiese sido tratado en condiciones.

 Le pedí no tener que presenciar el sacrificio de las terneras, pero él me lo exigió, me dijo que me quedase a un lado y lo mirara, él se encargaría personalmente de esa matanza concreta. Luego, el trabajo de desangrado, cortes y despiece estaría a cargo del resto de los trabajadores.

 Las terneras entraron en una cabina cerrada, desde fuera solo se les podía ver el morro asomando a la ventana redonda que circundaba sus cabezas. Desde arriba el verdugo de turno las aturdía con una pistola de tiro comprimido, ellas caían al suelo, se desplomaban con un ruido seco y una grúa las recogía y las dejaba colgando de un raíl para que continuaran despedazándolas. Era un protocolo de muerte automatizado y todos lo ejecutaban sin la más mínima muestra de contrariedad o duda. El propio dueño del matadero las mataba con la misma desaprensión con la que un burócrata puede apilar un expediente sobre otro, sin torcer el gesto o esbozar ninguna mueca de desagrado, o incluso de precisión. Podría, por ejemplo, haber achinado los ojos para afinar la vista, pero no lo hizo. Recuerdo que reparé en ello, en su cara inexpresiva, inocua, casi invisible, mientras les metía el tiro de gracia y luego las dejaba caer, para pasar a la próxima y a la siguiente, sin que esto supusiera otra cosa que ganar tiempo y dinero. Si iba más rápido la productividad subía y en definitiva aquello era lo único que importaba.

 Mis compañeros, los trabajadores del matadero, eran hombres en su mayoría de Europa del Este, búlgaros y rumanos que reducían toros y desangraban vacas, que electrocutaban cerdos y descabezaban corderos. Se movían con agilidad por las instalaciones, subían y bajaban cabezas, patas, lomos, hígados. Vivían cubiertos de sangre y olían a muerte, claro, pero a ellos no les interesaba disimularlo con perfume. Eran testosterónicos, decididos, hablaban alto y solo bajaban la voz cuando se trataba de hacer una broma subida de tono, o de criticar el desempeño de alguien, lo de siempre. Lo que suele ocurrir en todas las empresas, solo que en esta, cualquier acierto o error, terminaba salpicado por sangre.

 La veterinaria era una mujer ruda, también testosterónica, incluso medio calva. Desplazaba su profusa humanidad por el matadero dejando quejas a su paso y huellas de un rojo desteñido en las escaleras que conducían a las oficinas donde se llevaba la parte administrativa. Se plantaba con semblante serio en la puerta del despacho, denunciaba alguna cosa mal realizada por alguien de abajo, dejaba los formularios sobre la mesa y se marchaba apesadumbrada.

 Nadie se dirigía a ella tratándola de «doctora», todos la llamaban por su nombre de pila, pero a la colosal Ana Manuela eso no terminaba de gustarle, porque como ella bien decía «la sartén por el mango aquí la tengo yo». O mejor aún —confieso que de todas sus emblemáticas expresiones esta era mi favorita—, la usaba para rebatir la resistencia de cualquiera a la hora de obedecerle: «Si tienes algún problema con lo que te digo, puedes hacerte un par de largos en el Duratón, lo tienes cerca». Pero lo mejor viene ahora, era el remate antológico que elegía para terminar la frase: «Y si después de haberlos hecho continúas igual, entonces todavía estarás a tiempo de nadarte otro par de ellos».

 ¡Bravo! Así se habla Ana Manuela —solía aplaudirla en secreto, repitiendo de memoria para mis adentros la célebre frase, mientras ella se la lanzaba al oportuno impertinente—, eso era saber por dónde se pisaba. No sé si alguna vez llegué a decírselo, pero me divertía su estilo recio, impenetrable, de asumida y provocadora tosquedad. Tal vez porque nada tenía que ver con el mío.

 Las discusiones con el jefe eran diarias, porque no se seguían los protocolos sanitarios como correspondía, a pesar de que más de una vez la veterinaria había parado la producción del matadero por no adecuarse a las normas de sanidad exigidas.

 Con el dueño del matadero se sabían íntimos enemigos, ella no era una empleada de su empresa, era una funcionaria independiente y no estaba dispuesta a obedecerle; él la rechazaba con categórico desdén. Puede que por no responder «como mujer», a los prototipos más clásicos de nuestro género. Insisto, Ana Manuela tenía su estilo.

 La gran veterinaria tamaño XL, Ofelia, y la que escribe esta historia, éramos las únicas mujeres de la empresa, insertadas en un mundo inundado, construido y reproducido por hombres.

 Ofelia era la administrativa contable del matadero, una muchacha menuda, morena, sensata. Trabajaba como una descosida y llevaba la contabilidad de la empresa con método prusiano, había estado allí desde antaño y conocía el funcionamiento del matadero como nadie.

 Por eso fue la que reaccionó con más rapidez el día del accidente, fue la que nos dijo que nos quedásemos todos donde estábamos, que nadie se moviera, y a continuación llamó a la Guardia Civil. Le pidió al jefe que no se acercase al lugar donde se había producido el accidente:

 —Aléjate Jacinto —le dijo—, no toques nada, siéntate y no hables con nadie hasta que llegue tu abogado.

 Él se dejó conducir por ella, como siempre que se metía en algún problema gordo. Ofelia lo ayudaba con Hacienda, con los proveedores, con los accidentes de trabajo y con lo que hiciera falta.

 Aquel accidente nos partió a todos por la mitad, no solo al pobre trabajador que quedó partido al medio por esa sierra con la que se cortaba a las vacas en dos mitades; también nos partió en dos al resto, pero para eso faltaría todavía que pasaran un par de años.

 Hasta entonces nos mantuvimos enteros, sin siquiera imaginarnos lo que nos esperaba, creyendo que el matadero era un espacio solo destinado a terminar con la vida de los animales. Pero nos equivocamos.

 Las almas también pueden ser ejecutadas mientras los cuerpos continúan respirando, sudando, durmiendo, comiendo, tosiendo, yendo y volviendo del matadero para empezar otra vez.