Lo imposible
Apostaría a que con el tiempo terminará convirtiéndose en un clásico, aunque no sabría en qué género colocarla, estoy hablando de Lo imposible, la película de J.A. Bayona. Quizás sea demasiado buena para tipificarla dentro del rubro catástrofe, a pesar de que con los años este último subtipo también se ha prestigiado y algunas de sus películas más emblemáticas ‒como la legendaria saga de de los setenta, Aeropuerto, por ejemplo, u otra más reciente como Tormenta perfecta‒ han pasado a ser películas de culto.
¿Y en qué género de nuestra historia, como humanidad, incluiremos a esta pandemia del Covid 19? ¿También en el de catástrofe, aunque sea considerado un género menor? ¿O directamente en el de intriga sanitaria? El último es relativamente nuevo como género, pero tiene sus adeptos y ya cuenta con títulos consagrados como Epidemia, aquella en la que un Dastin Hoffman devenido en científico es enviado a Zaire por el gobierno norteamericano, para investigar el brote de un virus que puede terminar afectando a la población mundial.
Volviendo a lo imposible de nuestro presente, y a Lo imposible también, recuerdo que en esta película la protagonista, una inmejorable Naomi Watts que encarna a una médica que está vacacionando junto a sus hijos y su marido en Tailandia, es arrasada ‒son arrasados, en realidad, la familia al completo‒ por el efecto del tsunami de 2004 mientras toman sol en la playa. Lo siguiente es la perplejidad, el caos de los restos devastados de una playa turística, que sigue siendo bella y plácida a ojos de cualquiera, pero con otro tsunami de incertidumbre e irrealidad bañando el cuerpo de los pocos mortales que quedan dando vueltas por allí, entre aturdidos y desorientados. Algunos se quedan sujetos al tronco de una palmera, otros reptan sobre la arena sin poder incorporarse, la supervivencia siempre ha tenido algo de conducta instintiva, de ese animal al que nunca hemos podido renunciar del todo los seres humanos. La médica que representa la Watts emerge del agua y solo se reencuentra con su hijo mayor, igualmente impactado por el temporal. Aquel escenario ha dejado de ser el decorado de unas vacaciones preparadas para incautos primermundistas, porque entonces el sudeste asiático pobre y desprovisto de servicios de emergencia y de infraestructuras sanitarias en condicones, se impone en forma de catástrofe y ya no hay hotel sofisticado ni paisaje paradisíaco ni voucher sanitario que valga: bienvenida al tercer mundo, guapa.
Pero la protagonista es una mujer de recursos, eso hace que pueda desplazarse con su hijo mayor hasta un hospital mientras rescatan en el camino a otro niño repentinamente huérfano; no lloran, no pueden permitirse llorar en ese momento. Nadie llora, ni grita, ni se golpea la frente contra nada en señal de frustración; solo deambulan como pueden, como lo haría cualquiera tras el estallido de una bomba. Cuando están en el hospital tailandés, la médica rubia y primermundista es intervenida de urgencia y su hijo, mientras tanto, se dedica a encontrar a gente que está siendo buscada por otra gente. Con trece años (quizás menos) se recorre el hospital de arriba abajo y consigue poner en contacto a algunas personas con sus familiares, su madre se lo sugiere expresamente, le dice que a él se le da bien eso de ayudar a los demás. Pero ninguno de los dos llora ni explota en una crisis de nervios, a pesar de que su familia se ha partido al medio, no saben qué ha ocurrido con la otra mitad, el padre y el hijo pequeño pueden haber sobrevivido o no. No se detienen a preguntárselo, porque están en shock, el instinto solo les dice que tienen que tirar para adelante, ya habrá tiempo de desesperarse, de gritar o de mirar para atrás con horror. Sobre el final se reencuentran todos, fue un final feliz en la ficción y en la realidad también; un avión los trasladó a Singapur y me atrevería a aventurar que ni por las tapas volvieron a pisar Tailandia en su puta vida.
La pandemia del Covid 19 es el clásico universal del rubro catástrofe que nos tenía preparado este siglo. En algunos países se clasificará como de serie B, porque el presupuesto para la producción será más escaso, los actores no habrán sido los mejores o habrán decidido priorizar la economía de medios por sobre el arte o el talento: los presidentes de algunas grandes potencias pasarán a la historia como los protagonistas de esta pandemia, sin embargo todos sabemos que siempre fueron actores de segunda, por más papeles protagónicos que ostenten, o por más oportunidades que se les hayan presentado para cambiar de registro. El resto de la humanidad, los millones de extras y figurantes que transitamos esta crisis, seremos apenas el fondo del decorado, no tenemos texto ni mayor participación en este rodaje, tampoco tenemos pautado por nadie ponernos a llorar, o a gritar, o a demostrar algún tipo de reacción más allá de lo que nos indican los directores de arte. Millones de niños vivieron la perforación de su infancia de un día para el otro, con los colegios y los parques de juegos y los teatros y los cines cerrados. Aprendieron rápido eso de reírse detrás de la mascarilla, de no poder tocarse. Los niños de los países más ricos descubrieron súbitamente el rostro de la desgracia, de la muerte masiva, de la desolación. Como los niños de la familia protagonista de Lo imposible, que estaban en la playa confortable de un país pobre, bañándose y tomando sol, absolutamente ajenos al hambre y la miseria que se reproducían a escasos kilómetros de aquel enclave, y de repente un tsumani los avasalla con la fuerza de una realidad hasta ese instante desconocida. Quizás su infancia se quedase tan perforada como la de los niños de la generación Covid, con padres y madres sin capacidad de reacción. O mejor dicho, sí, reaccionar...reaccionamos todos, claro, como obedientes figurantes de este gran rodaje: subimos cuando teníamos que subir, bajamos cuando teníamos que bajar, nos sentamos, nos pusimos de pie, nos colocamos y quitamos la mascarilla según indicación del oportuno director de puesta, nos callamos y tosimos en el pliegue del codo, mantuvimos las distancias indicadas, nos confinamos y salimos de escena cuando resultó más oportuno. Pero todavía no nos hemos detenido a gritar de forma desgarrada, por los vivos y por los muertos, por los restos del mundo post Covid, por los escombros resultantes de este bombardeo invisible.
Una amiga me lo dijo el otro día en una sobremesa, hablábamos distendidamente, como si la humanidad no se estuviese desvaneciendo a nuestro alrededor; ella revolvió el azúcar del café y me lo dijo con aire reflexivo, casi ausente: “Nos pasará como a Naomi Watts en esta película tan buena, no sé si la viste, transcurre en Tailandia”. Al instante nos vino el título casi al mismo tiempo y ella repuso: “¡Ah, sí, ya me acuerdo... Lo imposible!”. Y luego añadió: “...cuando salga la vacuna y volvamos poco a poco a nuestra vida anterior (si algo quedase de ella) saldremos de este estado de shock y comprobaremos que estuvimos bailando con la muerte todos los días y nos pondremos a llorar como locos y la pandemia se transformará en psiquiátrica, y confirmaremos que no estábamos preparados para esto”.