La duda de Aadi
1er Premio en el Certamen literario "El sentido del progreso" Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua
Uno creció en una aldea del sur de Bombay, entre rebaños de cabras y vacas sagradas. El otro en el corazón de la tierra de los Beatles, a escasos metros de la Filarmónica de Liverpool. El primero es hijo de un pastor de cabras que enfermó de malaria y murió antes de ver cómo su primogénito se transformaba en enfermero y emigraba a Reino Unido. El segundo es bastante mayor que el primero e hijo de un industrial próspero; a mediados de los ochenta decidió trasladar las fábricas heredadas de su padre a países pobres, una incluso al sur de Bombay, cerca de la aldea en la que creció el enfermero indio que ahora trabaja en un hospital de Londres.
Es el mismo que le está poniendo el respirador al industrial británico, longevo, rico y repentinamente frágil que yace en una cama, infectado por el virus pandémico. Este se lo agradece y le pregunta un minuto antes de tener la máscara de oxígeno sobre su cara al enfermero de ojos negros ‒es la única certeza que tiene de su rostro, el resto permanece oculto bajo el barbijo‒ de qué parte de Bombay es él. El muchacho le dice que de una aldea demasiado periférica como para que su nombre pueda recordarse fácilmente, es un poco difícil de pronunciar para un inglés; sin embargo el viejo asiente lúcido cuando lo escucha, reconoce el nombre de la aldea porque una de sus fábricas de envases se encuentra a pocos kilómetros de allí, es uno de los tantos poblados que comparten el mismo río que rodea a su fábrica y demás centros industriales.
La contaminación de las aguas de la aldea natal del enfermero indio hizo que su familia entera enfermara, los que no murieron intoxicados por los desechos industriales lo hicieron de malaria, él fue el único sobreviviente. Su hija de cinco años y su mujer también se cuentan entre las montañas de muertos que acordonan su historia.
Gracias a una beca de la fundación presidida por el viejo industrial que ahora tiene enfrente, pudo estudiar y marcharse a Londres. El viejo le pregunta si acaso no es él uno de aquellos jóvenes que pudieron estudiar gracias a las becas que su fundación distribuía por los pueblos y aldeas de la región.
El joven moreno vestido de blanco sanitario ‒en él resulta más níveo que en cualquier otro‒, primero abre sus enormes ojos oscuros como dos bocas de lobo en señal de sorpresa, luego los achina volviéndolos suspicaces ‒no es precisamente gratitud lo que destilan‒, y le dice que sí. La afirmación se filtra pequeña, débil, casi imperceptible a través del barbijo. Siempre había querido tener delante suyo a alguno de los cabrones responsables de las fábricas contaminantes que arrasaron con toda su familia en menos de tres años. Cuando estudió enfermería comprendió los motivos precisos de sus muertes, del amarillo blancuzco que se instaló en los pómulos de su mujer y de su hija una semana antes del desvanecimiento de sus vidas.
Envenenamiento por ingesta de agua contaminada, le dijeron los médicos de Bombay. Se odió a sí mismo por disponer de mejores anticuerpos, por ser un sobreviviente clásico, lo venía siendo desde el mismo momento de llegar a este mundo. Es mentira que su cultura aceptase mejor a la muerte; el dolor retorcido que arrastra es igual al de los occidentales, desde que vive en Londres ha aprendido a sufrir como ellos, sin excusas kármicas que justifiquen sus penas.
Y ahora aparece ese viejo industrial que lava sus culpas y su capital con becas de estudio para las víctimas de su propia avaricia, y que se sabe un acreedor natural del ser que está a punto de proveerle de oxígeno, y del resto del mundo también. Como si todos le debiésemos algo.
Todavía no ha terminado de hacerlo, no ha terminado de colocarle el oxígeno, pareciera como si la duda asaltara durante un instante al enfermero, pero que se le hace eterno al viejo que se está quedando sin aire. Están los dos solos en la habitación, el viejo comienza a toser con virulencia y levanta el índice rígido hacia su boca, porque continúa quedándose sin aire. Lo mira desesperado, le reclama el oxígeno con un gesto de terror, y también el que esté pisando suelo británico y el que sea un enfermero gracias a él; todo ello tiene cabida dentro de la expresión entre desahuciada y autoritaria que le devuelve. ¿Cómo es posible que lo dude, que se tome siquiera un segundo para reflexionar acerca de si facilitarle o no la respiración artificial?
Transitan, durante esa milésima de segundo, por el archivo de la memoria del hombre que duda, los cadáveres de sus hermanas pequeñas, las que ni siquiera llegaron a los quince años, y su hija Naya, amarilla de veneno y a punto de perecer en el centro de un mar de cabras muertas, esparcidas todas como si hubiesen sido desparramadas por el viento. La última imagen que lo asalta es la de sí mismo lanzado una suerte de alarido que también termina muriéndose sobre los restos mudos de su gente. Es a él a quien le falta el aire ahora, pero lo recupera en cuanto se libera de su recuerdo.
Antes de que el viejo exprese otra muestra de ahogo le pone el oxígeno y lo estabiliza como si nada hubiese pasado, incluso acompaña la acción con algunas palabras destinadas a producir calma en el cuerpo y en la cabeza del industrial, y este responde de forma satisfactoria. Gracias, muchacho, musita agitado.
El enfermero le dice su nombre, me llamo Aadi, confiesa sereno mientras recoge sus bártulos y se retira de la habitación sin mirar atrás. El sol entra radiante por la ventana abriéndose paso entre las nubes habituales de una típica mañana londinense, y todo vuelve a su cauce cotidiano.